3 febrero, 2014

Qué lejos queda nuestra adolescencia. Tan lejos que ahora, cuando nuestro trabajo consiste en estar trabajando con adolescentes, sus comportamientos más o menos efervescentes nos llevan a empeñarnos casi en exclusiva en el mero control de su conducta para que se centren en la adquisición de los necesarios conocimientos, y nos olvidamos con frecuencia de los vaivenes íntimos que les azotan, como nos vapuleaban a nosotros cuando nos sentíamos inseguros, dudábamos de nosotros mismos y no nos fiábamos de que nuestras cualidades y peculiaridades merecieran la pena. Ser único y sentirse fuerte son dos pilares de primer orden para la construcción de la personalidad de un adolescente, junto con la vinculación y la presencia de modelos y pautas que les aportan adecuados ejemplos humanos, filosóficos y prácticos. Pero sentir satisfacción por establecer vínculos importantes y tener buenas referencias no es suficiente cuando nuestro alumno adolescente no conoce o no siente especial respeto por las cualidades y atributos que le hacen especial o diferente (singularidad), o cuando no dispone de los medios, las oportunidades o la capacidad para modificar de modo significativo las circunstancias de su vida (poder).

Un alumno con un sentido sano de su singularidad sabe cuáles son sus cualidades o atributos especiales. ¿Y qué es lo que realmente conoce? El adolescente que se ve único sabe y siente que puede hacer cosas que los demás no saben ni pueden hacer, y si se da cuenta además de que los que le rodean reconocen también la singularidad de sus cualidades, se afianzará el respeto que siente por sí mismo. Se trata pues de que si un chaval se sabe especial, sin que los demás se sientan incómodos por su forma de ser, disfrutará como nadie con esa sensación de ser diferente, y si encima los que le rodean le confirman que sus cualidades son especiales, aumentará también su autonomía. ¡Acierto al quince!

Antes de que nuestros alumnos entren en las responsabilidades de la vida adulta todavía pueden soñar y dar vuelta a sus ideas, a su talento y posibilidades creativas en un ejercicio entretenido de búsqueda de sí mismos. Van pasando de la singularidad errática a una auténtica individualidad, y los profesores somos testigos diarios de ello viendo cómo hacen alardes para llamar la atención (excesos en el atuendo, salidas de tono, meteduras de pata, preguntas extravagantes, etc.), para que nos demos cuenta de que andan a la greña en la búsqueda de un estilo que les diferencie. Estas y otras formas provisionales que emplean para ir tanteando en qué y cómo ser originales son ensayos más o menos torpes. El ir a la contra, por ejemplo, les parece el camino más corto para conseguir resaltar, pero en realidad la cosa mejora mucho cuando sus intentos se dirigen a aspectos más productivos en los que, sin dar ya palos de ciego, van encontrando sus señas de identidad (cualidades corporales, intereses vocacionales, aficiones, visión del mundo peculiar, funciones desempeñadas con éxito, imaginación, dones, etc.), que son las genuinas bases de lo que pueden ser.

Ahora bien, cuando un alumno tiende a hablar negativamente de sí y de lo que hace, rara vez propone ideas originales, se siente incómodo cuando destaca o pregunta en clase, se relaciona con los demás de un modo mecánico o envarado y con escasa espontaneidad, clasifica por lo general a los demás de manera simplista o es crítico con su aspecto personal, entre otras manifestaciones preocupantes, está claro que tiene problemas importantes de singularidad. Hay que estar atentos a estas manifestaciones, son grietas en la línea de flotación del alumno que no acaba de tener un autoconcepto favorable. Los profesores, y los padres por descontado, pueden hacer algo para paliar esta deriva que puede degenerar en un caos personal. Lo primero consistiría tal vez en ser benevolente con sus puntos de vista acerca de sus ideales y sus planes. Hay que descubrir y alabarle los aspectos positivos en sus conductas no habituales para que sepa que está bien ser singular, reafirmarle en las dotes que posea, darle un cierto margen de maniobra para que realice sus tareas y también, cómo no, censurar sus comportamientos inadecuados pero no a su persona. Y en un segundo orden de cosas hay que animarles constantemente a que aporten ideas, planteamientos y propuestas propias en el despliegue de la labor académica, recompensando sus participaciones de forma coherente con su relevancia y con el esfuerzo aportado, ya que si se les hace ver que nos interesan sus planteamientos les estaremos apartando de su propensión a esconderse tras ese descontento letal. Estamos hablando de echar una mano para que los adolescentes que nos toca educar mantengan o incrementen su autoestima. Sin ella su fortaleza se resiente y los factores de riesgo anidan como golondrinas.

Para que alguien en esta etapa vital evolucione con normalidad necesita también sentir que puede manejar las circunstancias de su vida, y esa sensación de poder le ayudará a estar más cómodo y animado asumiendo responsabilidades y tomando decisiones con las que resolver la mayor parte de sus problemas. Dicho en otras palabras, con esa sensación de poder se verá a sí mismo capaz de ir haciéndose cargo de su propia vida. Para manejar la libertad que tanto ansía es preciso tener confianza en la propia capacidad de usar las habilidades precisas con las que afrontar, de forma autónoma, las situaciones que se le vayan presentando.

¿Cómo se usa el poder en la adolescencia? Influyendo en la gente, demostrando habilidad manipulando objetos, poniéndose límites a sí mismo y a los demás, controlando el propio cuerpo y las emociones, incorporando conocimientos, tomando decisiones, resolviendo situaciones problemáticas, aceptando responsabilidades, alcanzando objetivos y ampliando la capacidad de comunicación y el repertorio de habilidades sociales.

Pero ¡ojo!, puede suceder en ocasiones que esa mayor conciencia de sus posibilidades se desborde y le haga “sentirse omnipotente” y “ser poderoso”. Eso lo vemos si se vuelve terco o excesivamente exigente, mostrándose inflexible o negándose a negociar otras soluciones. El caso más llamativo lo vemos cuando no se contenta con mantenerse próximo al hogar y, en su afán de controlar en todo su propia vida, quiere irse lejos (“papá, mamá, ya no os aguanto… ¡me voy de casa!”), aunque no esté en absoluto preparado. En fin, en esos casos a los educadores nos tocará una vez más tener paciencia para ayudarle a refinar sus nuevos “poderes” y mostrarle otras formas de usarlos, porque todavía los está utilizando como un dominguero con el carnet recién sacado y una muy escasa práctica de conducción.