3 marzo, 2014

Cómo nos sorprende a los profesores, y a los adultos en general, la presencia de conductas excesivas de los adolescentes. Es como si tuviesen un estallido de exuberancia en todos los aspectos, una eclosión sucesiva en la que predomina una especie de estrépito continuado con el que tratan de marcar una especial distancia y diferencia con nosotros y sobresalir ante los demás por su “originalidad”. Su vestuario nos parece a veces un desatino, expresan admiración por todo lo que sea extravagante, se recrean en desplegar un muestrario inacabable de posturas, gestos o muecas imposibles, se pirran por la música atronadora, alzan la voz sin  venir a cuento, se ríen escandalosamente, bailan de forma frenética, les gustan las fiestas multitudinarias y con mucho ruido, se adornan con extraños abalorios, se agujerean la piel para colocar pendientes y quincalla metálica, se pintan falsos (o verdaderos) tatuajes,  cambian completamente su cuarto convirtiéndolo en una ciudadela inexpugnable y, a la mínima, con cualquier mínima excusa, saltan enfrentándose a los hermanos, a los padres y, cómo no, a los profesores. Quieren experimentan con lo nuevo y a veces con lo peligroso, se ponen a prueba rompiendo reglas a ver qué es lo que pasa, sienten predilección por lo raro y disfrutan cuando consiguen escandalizarnos. Todo un muestrario de efectos especiales con los que tratan de marcar distancias. Y ojo, que si les entramos al trapo tal y como ellos quieren, consideran que nos han ganado…   

Antes de seguir quisiera detenerme un momento en algo más personal. He estado recordando mis años mozos, rastreando si cuando yo era adolescente se hacían cosas parecidas y… debo confesar que las hacíamos yo, todos mis amigos y la mayoría de mis compañeros. Estábamos inventando la vida, queríamos partir más o menos de cero y acabar con el mundo aburrido, y para eso necesitábamos dar leña a diestro y siniestro contra todo lo establecido, desinhibirnos sin tregua y hacernos los interesantes. Y la música, ay la música, cómo nos hacía vibrar. Nos pasábamos el día escuchando las emisoras de FM, comprando o intercambiando discos, nos sabíamos las letras de las canciones de memoria y éramos fans a muerte de cantantes y grupos. Nuestros padres decían que era música ratonera y estruendo sin sentido, mientras que nosotros sentíamos que estábamos en un mundo propio, joven y exclusivo, llevando la camisa por fuera del pantalón y con el pelo sin cortar sobre los hombros para dejar bien claro que éramos ya… no sé, otra cosa.

Ah, y en clase no parábamos de dar la vara a los profesores, siempre cuestionando si lo que nos enseñaban servía para algo útil, porque todo nos parecía abstruso, lejano, con muy poco que ver con nuestras vidas. En fin, para qué seguir. ¿Es esto, entonces, el eterno retorno, la rueda existencial que se repite desde los tiempos de Sócrates, cuando se quejaba de la rebeldía de los jóvenes de su época?           

La variedad de provocaciones es algo así como la “sintomatología” más infalible que nos dice que el adolescente está creciendo, saliendo de la concha de la infancia, buscando una autonomía y una identidad propias que le haga reconocerse como él mismo. En esa salida hacia el propio conocimiento existencial los alumnos parten del anterior acatamiento del sistema normativo y axiológico recibido de sus padres, luego pasan inexorablemente por una progresiva separación psicológica de la familia y continúan con la elaboración de un sistema de valores propio que les hace enfrentarse a la autoridad de los adultos, porque la de sus grupos de iguales es la “ley nueva que deben acatar”, si es que quieren sobrevivir psicológicamente.

La aparatosidad que exhiben es el escaparate visual y sonoro de su emancipación evolutiva, y no hay duda de que ese enfoque de conflicto con el que campan en esta etapa provoca, por así decirlo, múltiples daños colaterales, entre los que se pueden destacar los quebraderos de cabeza que nos producen a quienes tenemos que lidiar cada día con ellos en el aula. Creen haber encontrado la verdad, una verdad que nace por oposición a nuestra verdad, o sea, a nuestras pautas y principios, y emplean mucho tiempo y energías en merodear por todo lo que consideran que les va a servir para elaborar un estilo propio, una forma de ser creada por ellos, lo que se entiende por estilo o identidad personal.

No obstante, aunque hay que dejarles un cierto margen de actuación en sus exploraciones, con sus extravagancias pasajeras siempre dentro de unos límites de seguridad y salvaguarda que jamás deben traspasar, lo cierto es que están rigiéndose por un mecanismo de contraste con nuestras pautas y pistas en el que nos discuten casi todo, mientras que al mismo tiempo les sigue siendo más que necesario recibir pistas actualizadas válidas para desbrozar sin demasiados arañazos la espesura del bosque vital en el que se han adentrado. En su búsqueda de estilo propio, pese al aparente rechazo de todo lo que provenga de sus educadores, continúan mirando a distancia y con el rabillo del ojo el enfoque sólido de esas figuras estables de referencia a las que parecen estar atacando. Curiosa paradoja esta convivencia de rechazo y demanda simultáneos.   

Esta aventura equinoccial de los adolescentes está llena de riesgos. Dejando de lado el folclore de su aspecto externo, sus músicas y ruidos varios, no se puede olvidar que en ese mundo exterior que quieren dominar hay también una oferta muy variada de factores de riesgo que les pueden desequilibrar seriamente, afectando no sólo a su salud física. Es decir, que ciertamente puede darse un fatídico vuelco irreparable en el sistema básico de valores respecto a aspectos tales como el sentido del amor y de la sexualidad, la orientación hacia objetivos realistas y generosos, la consideración respetuosa de todas las personas, la autoestima, la normalidad de su estado de ánimo, la asunción de responsabilidades, la elaboración de un proyecto de vida sugerente, etc.  Es decir, todo aquello que les permitiría desarrollarse de forma armónica a pesar de las turbulencias por las que les toque pasar.

Por eso, aunque estén valorando críticamente los antiguos valores de su infancia, a su mecanismo psicológico en ebullición le sigue haciendo falta más que nunca recibir claves útiles con las que desenmarañar el batiburrillo de las nuevas experiencias e ideas con las que se encuentran en la mar brava de su aparatosidad existencial. Si acertamos a seguir siendo figuras de referencia, bajarán un poco el volumen de su ruido para escuchar esos puntos inteligentes que pueden servirles para construir mejor su nuevo estilo personal.