11 noviembre, 2014

Las vivencias de apogeo y auge conviven en la adolescencia con las más oscuras de la desorientación, la extrañeza, la melancolía o la desesperación. Esa ansia de sentirse maravillado y maravilloso es para los adolescentes como el despertar inesperado y brillante de una nueva conciencia de lo real que les hace verse como si nunca nadie antes que ellos hubieran descubierto en qué consiste todo. Es un hambre explosiva y extrema por experimentar las cosas con mucha intensidad, un ansia de vivir cada minucia de la vida de otra forma, de reinventar el sentido de cuanto le rodea derribando si es preciso los viejos consejos de moderación, cautela y orden que pudieran cercenar esa necesidad de que todos los poros de su cuerpo y su mente se impregnen de ese resplandor urgente que les nace de lo más profundo, y que se desparrama con un frenesí irrefrenable en todas sus expresiones.

Esas sensaciones de totalidad y energía surgidas como bandazos son unas ráfagas de extraña plenitud e omnipotencia. Sin embargo, pueden declinar de repente atrapadas por la constatación de que no todo lo que se desea es posible, la inapelable conciencia de las propias insuficiencias o la inseguridad que todavía provoca la propia imagen corporal. Esa paradoja de poder y debilidad conviviendo al tiempo en uno mismo hace que esos dos polos los experimenten los adolescentes de forma extrema y excesiva: en ocasiones les salta la necesidad de llevar a cabo proyectos e ilusiones imposibles o de embarcarse en experiencias “totales”, para después sufrir estrepitosas caídas en valles de frustración, hastío o desánimo. En definitiva, tienen ante sí un panorama que les deja desconcertados.

 

La energía impulsiva que surge a borbotones en nuestros alumnos es una señal más de su crecimiento, un aviso de que se encuentran  en esa fase en la que se sienten catapultados a “dar una vuelta a la casa” y “mirar lo que hay por ahí afuera”. Es la eclosión de un intenso afán de novedad, el prurito insolente de cuestionar todo y de dar un nuevo uso a sus nuevas potencialidades físicas y mentales ampliando el abanico de sus andanzas, porque por sus venas ya no corre sangre sino queroseno, un combustible con el  que no corren sino con el que vuelan a cielo abierto.

Es complicado a esas edades hallar un estilo de equilibrio entre la entrega impetuosa a lo maravilloso y las ineludibles experiencias de fracaso, o entre el deseo de sentir al máximo pero preservando al mismo tiempo una cierta calma para no abrasarse en el fulgor. Es un ejercicio de maduración doloroso pero necesario. ¿Nos toca a los educadores hacer algo al respecto? Tal vez lo primero sea considerar esas apetencias de radical innovación como algo natural, pero siendo conscientes de que los adolescentes pueden acercarse hasta el límite y rebasarlo. Más que hacer de carteles que traten de asustarles de los peligros tal vez sea más efectivo comportarnos como faros a los que nuestros alumnos puedan dirigir su mirada para hallar pautas que les sirvan en ese alborotado vaivén vivencial, y una manera de que seamos ese punto de consulta existencial puede ser la de encargarnos nosotros mismos de proporcionarles algunos retos, experiencias y expectativas que les exijan ponerse a prueba y que contengan al mismo tiempo esas chispas de creatividad, valentía -y riesgo medido si es preciso-, para que se sientan así espoleados hacia territorios en los que perciben simultáneamente libertad y apoyo por nuestra parte.

Los planes de acción que plantean objetivos y métodos insólitos tienen un atractivo único para quien se halla en la adolescencia. Ciertamente hay que elaborarlos teniendo en cuenta su área general de intereses  y procurando que sean lo menos convencionales posible. En ellos siempre debe haber grandes espacios de auto-organización, trabajo en equipo, gradación creciente de dificultad, opciones a la creatividad sobre la marcha, compromiso para llevarlos adelante y la puesta en juego por parte de los alumnos de todas las habilidades que  puedan poner en liza para así demostrar su capacidad de esfuerzo y su valía personal.

Los proyectos que combinan planificación, reflexión y sobre todo acción abundante, les permiten experimentar esas deseables sensaciones de esplendor, la constatación de que están viviendo y participando en algo potente que les hace sentirse verdaderamente grandes, y además esas experiencias repletas de intensidad aportarán a los participantes un sedimento del estilo adecuado con el que conviene encarar de forma saludable las iniciativas “independientes” que les interese acometer por su cuenta, ya sea de forma individual o en grupo.

¿En qué consiste ese aporte educativo acerca de cómo buscar y experimentar experiencias intensas? Fundamentalmente en el menú de pautas de organización y de selección de actividades que les mostramos. Nuestra intención última es que generalicen esas pautas necesarias de orden o de cautela para no desbarrar cuando sean ellos quienes se lancen a buscarlas por su cuenta. Por ejemplo, no es lo mismo marcharse alegremente de excursión al monte con los amigos y las amigas sin tener en cuenta los pertrechos necesarios y las previsiones del tiempo, y machacando el medio natural, que contar con la experiencia previa de acampadas bien organizadas y exigentes en las que han aprendido a manejarse en la naturaleza y a cuidarla. Y tampoco da lo mismo tirarse sin más de cabeza desde una roca al agua de un río que haber recibido en una piscina con un monitor un pequeño curso de cómo evitar lesiones. De igual modo un adolescente que ha participado en jornadas de acompañamiento a tetrapléjicos, que ha estado en un programa de limpieza de bosques y de prevención del fuego o que ha echado una mano en una residencia de ancianos o discapacitados, sabrá ponerse a sí mismo límites a la hora de explayarse, para así poder comportarse respetuosamente con su entorno natural y humano.

No se entiende muy bien por qué algunos padres y profesores se sorprenden de que sus hijos y alumnos estén dejando de ser los infantes sumisos de antaño, en lugar de ponerse ellos a la tarea de cambiar o resetear el programa de su ordenador mental, es decir, el estilo de la relación con esos “presurosos” que quieren saborear de un modo más propio todo lo que consideran interesante, innovador y creativo, aunque nos parezca a veces que es algo ridículo e ilusorio. Reconocer a tiempo la explosividad de sus truenos, sin asustarse por los relámpagos, servirá para invitarles a que no “arrasen y quemen” todo lo que encuentren a su paso. El esplendor de la adolescencia tiene como límite el no quemar nada ni tampoco quemarse personalmente en el intento por descubrir los propios límites.

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  • SILVINA MARTINEZ VISCIO dice:

    Agustín, qué buen post. Los adultos olvidando nuestra lejana adolescencia solemos acusar y no empatizar con nuestros hijos, alumnos jóvenes. Otras épocas las nuestras, más fáciles antes que ahora? no lo sé, solo sé que es una edad complicada, con un presente cóctel de emociones y ganas de comerse el mundo, cada cual a su manera. Pero con la necesidad de sentir la presencia de los adultos. Me ha encantado! Beset