14 diciembre, 2014

No se puede construir un sistema educativo cabal y potente con los resultados numéricos como eje; la calidad reside en el proceso, no en el producto.

Richard Gerver.

Para conseguir que nuestros estudiantes sean capaces de desarrollar sus propios objetivos, construir su aprendizaje y poner en marcha iniciativas propias, debemos hacer interesante el viaje. Si la única forma de evaluar es el resultado de un examen, nos estaremos fijando en la meta y estaremos perdiendo de vista el camino. Y no hablo sólamente de potenciar la evaluación continua, por mucho que el tipo de evaluación sea decisivo a la hora de apostar por un tipo de metodología. Hablo simplemente de divertirnos. De trabajar teniendo en cuenta que podemos desplegar en el aula una energía que haga disfrutar a los estudiantes de la misma forma que les hace aprender.

Durante mucho tiempo nos hemos centrado en las dificultades que se encuentran los alumnos para poder alcanzar los objetivos de las diferentes áreas, preocupándonos muy poco por el desarrollo de sus capacidades. Por esa razón, cada vez se incide más en la importancia del trabajo por competencias, entendiendo por ello no un avance en la adquisición de conocimientos, sino en la propia capacidad del alumnado para mejorar el proceso de aprendizaje en un ámbito concreto. Conviene tener en cuenta que dicho proceso debe construir de verdad herramientas útiles. Y nada mejor para lograrlo que centrarnos más en el camino y menos en la meta. Más en cada paso y menos en el resultado final.

La mayor parte de los alumnos, a lo largo de las diferentes etapas educativas, apenas tienen tiempo de descubrir ni sus capacidades ni sus gustos. Es bastante común que comiencen a creer que se les da mejor un área que otra simplemente por los resultados académicos que obtienen en ella. Si esos resultados están basados fundamentalmente en los exámenes, es evidente que no van a tener una percepción real de sus capacidades.

Cada alumno podría llegar a alcanzar un desarrollo personal distinto al trabajar sobre las diferentes competencias; pero para conseguir que ese desarrollo sea auténticamente personal, tenemos que liberarles de muchas cosas. Nunca avanzarán más allá de la línea si nosotros no dejamos de incidir en ella. Por esa razón, deberíamos centrarnos más en los pequeños desafíos diarios. Tanto el aprendizaje como la enseñanza son unos retos constantes, unos retos que pueden disfrutarse mientras se van cumpliendo. Cuando planteamos una actividad que muestra un obstáculo estamos abriendo un mundo de posibles respuestas. En cada una de esas respuestas hay implícita una voluntad de superación, de aplicar sus ideas propias para saltar ese obstáculo. Y el aprendizaje que se desprende del logro (igual que el que se desprende del fracaso) es increíblemente funcional.

Al revisar los trabajos realizados por Kim Vicente y Jens Rasmussen (Ecological interface design) a principios de los noventa, podemos observar que, del los tres niveles que marcan para enlazar destrezas y conocimientos, normalmente nos quedamos en los dos primeros. Estos autores nos hablan de un nivel de destrezas, donde apenas hay enriquecimiento una vez que la destreza ha sido adquirida. Tenemos también un nivel basado en reglas, donde se aplican normas o protocolos para la realización de actividades y adquisición de datos; y, por último, un nivel basado en conocimiento, que nos obliga a realizar complejas reflexiones para afrontar retos que no han sido trabajados previamente. En este nivel enseñaríamos a nuestros estudiantes a afrontar problemas que no vienen en su manual. Ante estos retos tendrían que aplicar destrezas, pero deberían también reflexionar para que, tanto los datos memorizados como las habilidades adquiridas, se pongan en funcionamiento de una forma innovadora para afrontar ese nuevo obstáculo. Este trabajo no sólo puede servir para mejorar su capacidad de reflexión, sino también, como es evidente, para hacer más funcional su propio conocimiento.

Ir hacia un sistema educativo que se base en este tipo de trabajo mejoraría de forma sustancial tanto la implicación del alumnado, como su capacidad para gestionar el conocimiento. Vivimos en una sociedad donde organizar la información y poder manejarla adecuadamente, se está convirtiendo en una de las habilidades básicas de cualquier ciudadano. Por esta razón, si conseguimos avanzar en este campo, estaremos logrando una mayor capacitación de nuestros estudiantes para su vida profesional y personal, mejorando además su comunicación y la convivencia entre ellos. Cuando el conocimiento es adquirido de una forma colaborativa, avanzamos todavía más en esa comunicación, así como en su capacidad para trabajar en equipo para cumplir cualquier reto.

El contenido, al igual que la información en la red, cada vez está más considerado como un bien común. Pero usar ese conocimiento y enseñar a usarlo, es una labor que va a marcar la diferencia en la educación de este nuevo siglo. Preparémonos para ello.