9 febrero, 2015

Hacer las cosas a voleo, sin reflexión ni previsión o sin conocimiento del asunto, a la buena de Dios, es lo que los adolescentes, y no sólo ellos, llaman espontaneidad. Ser lo más espontáneo posible es ser muy “auténtico”, y por lo tanto cuanto más cosas haga uno sin pensar, confiando en el azar como en una especie de hado benevolente que nos proveerá de todo tipo de recursos solventes, al final siempre se acertará en alguna diana, sin importar qué clase de diana pueda ser. Si por ejemplo el resultado sale medianamente original y ocurrente, por unas de esas raras combinaciones del cosmos, el comportamiento será interpretado como algo parecido a una genialidad doméstica, y en el caso de que se meta la pata hasta el fondo la diana consistirá en haber provocado un efecto de sorpresa, rechazo o incluso admiración (“¡tomaaa ya lo que he hecho/dicho…!”) que llamará también la atención del respetable.

El caso es que el alumno adolescente que lo confía todo a esta especie de criterio azaroso en la puesta en juego de sus ideas y comportamientos se libra de un plumazo de la funesta manía de pensar antes de actuar, convencido de que por fin ha encontrado una mina de soluciones cuyas pautas de impulsividad, que no le exigen más que unas buenas dosis de improvisación, le servirán para andar por la vida y resolverlo todo. Ah, y eso sí, con la ventaja añadida de no tener que dar muchas explicaciones del porqué de sus ocurrentes y desconcertantes “genialidades”. ¡Qué más se puede pedir!

La ligereza, es decir, el actuar a la ligera, puede parecer una de las caras de la libertad, una liberación de los corsés opresores que constriñen el talle y la respiración. No estar sometido a traba o limitación alguna, por convenientes y prudentes que pudieran ser, el hacer las cosas a tontas y a locas y no tener que rendir cuentas de nada es una perspectiva que tiene mucho tirón. Los adolescentes quieren reinterpretar todo para decidir qué son y es fácil dejarse arrastrar por esta marea del hacer las cosas al buen tuntún, como un aprendiz de mago que mezcla los elementos sin querer conocer el poder de combinación de sus valencias. Una cosa es desprenderse de lo que nos coarta en el proceso de auto-realización para ser personas coherentes con nuestros valores enfocados a lo que es mejor y otra muy distinta cortar con todo o casi todo, en plan escabechina de tierra quemada, para construirse un mundo sin reglas fijas a partir de las ruinas de todo lo recibido.

Aquí lo que se dirime para un alumno que busca su propio estilo es la cuestión de saber cuál es el lastre inútil que habría que quitarse de encima y qué es lo que sigue siendo imprescindible para la navegación o la conducción. El ejemplo de los automóviles es una referencia muy a mano que nos dice que aligerar el peso de los materiales de un coche aumenta la velocidad y disminuye el consumo, pero la suspensión y los frenos deben seguir ahí, para pisarlos y no salirse en las curvas. Ahora bien, el adolescente atolondrado sólo querrá ver la velocidad y sentir el placer de ir a su bola, desarbolando si es preciso el barco para que no haya nada que roce con el aire y aminore su ritmo, sin darse cuenta de que dejar a un velero sin mástil es dejarlo sin defensa.

Para poder ser influyentes en el proceso de guía y acompañamiento de los alumnos nos hace falta tener en cuenta este dilema subyacente que experimentan en mayor o menor medida entre la sustitución y la conservación de pautas estables de vida, y eso implicaría el ser nosotros los primeros en adelantarnos a enseñarles cómo aplicar el pensamiento crítico para analizar, debatir, contrastar, conjeturar, deducir y elegir entre las distintas alternativas y opciones referidas a valores, expectativas o comportamientos. Aquí la prevención residiría en animarles a que sean justos y críticos no sólo con lo que es externo a ellos, eso que creen que les coarta su espontaneidad, sino también con lo que se refiere a ellos mismos cuando piensan que poseen toda la verdad sobre las cosas.

El deseo de ruptura y de innovación, aceptado como valor absoluto, les dará muchos quebraderos de cabeza y de paso les permitirá dar mucho la lata allá por donde pasen. No obstante se podría decir que no importa tanto que a su edad puedan meter a veces la pata llevados por ese afán tontiloco de hacer las cosas con el encefalograma bastante plano, siempre que a continuación haya una mirada autocrítica que repase los efectos de ese tropezón y que les ayude a entender que es preciso atemperar el reclamo emocional de querer saltarse todo a la torera con la lógica más elemental del sentido común. Tantear, el ensayo y error, es un sistema de comprensión y aprendizaje inevitable en la adolescencia, y por eso es tan importante proporcionarles esos instrumentos de análisis crítico con la intención de que sean una parte irrenunciable de su equipaje y los utilicen tanto después de sus actuaciones como antes de lanzarse sin más a la aventura de decir o hacer cualquier cosa.

Ir por la vida ligeros de equipaje, habrá que decirles, no es sinónimo de tirar por la borda lo primero que a uno se le ocurra, sino prescindir solamente de lo que no merece la pena, incluida esa ligereza disparatada y locuela que tantas ilusiones parecía abrigar en su insensata y vacía espontaneidad.