6 julio, 2015

Que el mundo es un sitio más que interesante ya lo sabíamos desde nuestra niñez. Los colores, las formas, los sonidos, el movimiento, la música, los animales, los juguetes, la comida, el triciclo, la luz, las caricias, el sueño, los otros niños, la arena, el agua, el despertar, los abuelos, la risa, el paisaje, la nieve, el escondite, el cariño, la chimenea, el viento, la luna, la playa, mamá, las cosquillas, papá, los lápices de colores… ¡Todo era nuevo y sorprendente! A nuestro alrededor teníamos un espectáculo de vida que nos hacía sentirnos privilegiados. Éramos los protagonistas de un aluvión de sensaciones a cual más increíble y maravillosa: las hormigas se movían solas con lo pequeñitas que eran y los pájaros no se caían al suelo, los aviones tampoco y los caballos llevaban encima a personas que los dirigían… ¡Un prodigio tras otro!

No salíamos de nuestro asombro ante cada nueva experiencia con la que el mundo se nos iba mostrando y teníamos la sensación de que ese manantial de magia y fascinación no se terminaría nunca. Pero a medida que nos íbamos acostumbrando a disfrutar de tantas prerrogativas nuestro intrínseco desfondamiento radical (L. Cencillo) poco a poco nos iba dando a entender que esa saturación sensorial y emocional nunca iba a ser suficiente para colmar nuestra ansia infinita de sentido. Por eso cuando con la pubertad llegaron los primeros cambios de nuestro organismo y de nuestra personalidad nos empezamos a cuestionar si todo ese mundo admirable no sería en realidad más que un parque temático muy colorido, pero ahora incapaz de hacernos vibrar como antaño, una vez que habíamos estrenado una visión más crítica y desdeñosa acerca de las cosas.

El progresivo desencanto por lo que siempre nos había tenido ilusionados era la prueba de un hartazgo, el grito de rebelión frente a nuestro pasado reciente, el telón que echábamos sobre una forma de estar en el mundo que empezaba a aburrirnos. Lo que antes siendo unos críos era un regalo para nuestra alma, ahora nos parecía algo ya muy visto y sabido, un escenario de cosas y situaciones que simplemente estaban ahí y respecto a las cuales teníamos a nuestro antojo un derecho gratuito de usufructo. Ahora sin embargo todo ese caudal empezaba a no bastar para calmar unas nacientes necesidades que nos obligaban a mirar sobre todo hacia nuestro interior y que nos empujaban a tener unas nuevas “relaciones diplomáticas” con toda la realidad circundante. Nos habíamos vuelto, en definitiva, más desconfiados, recelosos y críticos frente a mucho de lo que habíamos apreciado anteriormente. Lo veíamos como algo ñoño o desfasado. Nuestra nueva identidad nos exigía “hacer limpieza”, y aunque por supuesto salvábamos algunas cosas filtrábamos de un modo especial y con un colador milimétrico todo lo que los mayores se empeñaban en presentarnos como ideales que debíamos abrazar. Seguir sus indicaciones acerca de lo que era importante, conveniente o valioso se nos hacía cuesta arriba, sus propuestas carecían ya de esa aura de interés que unos años antes nos sugestionaba tan fácilmente.

La duda metódica cartesiana es una característica básica de la adolescencia, incluso en su vertiente más excesiva. Preguntarse por todo para ponerle peros a lo que sea es una manera de recolocar gustos, aficiones y convicciones. Ciertamente hay que mudar de piel, como hacen las serpientes, y desprenderse de las conductas infantiles para crecer y evolucionar, pero ese meter sin más en el baúl del desván todo lo que tiene que ver con el pasado, llevado por un afán de desdeñar el entusiasmo que se tenía anteriormente hacia las cosas, acarrea el riesgo de que el adolescente adopte un estilo de desabrimiento vital que le impida ver que el mundo y la realidad, pese a las zozobras que sacuden su ánimo, contiene ilusiones y retos apasionantes y sigue siendo un lugar interesante para vivir en él con esperanza y alegría.

Precisamente en medio de las vacilaciones es cuando les hace falta a nuestros alumnos volver a recuperar esa mirada primigenia, la que les hizo ver que la vida y el mundo eran espléndidos, porque sólo así les será posible mantener intacto el sentido de lo maravilloso y el deseo de descubrir aquello que les puede aportar ilusión y ganas de vivir en plenitud. Ese proceso está a su alcance si toman a tiempo la decisión de trocar la duda metódica por la duda razonable, que no es otra cosa que ser crítico, pero sin adoptar el impulso inquisitorial de condenar todo para dejar tras de sí una estela de “tierra quemada”.

Es difícil aceptar a esas edades que no todo está perdido cuando están arreciando las convulsiones y las dudas asaltan las murallas que antes parecían inexpugnables. El espejismo adolescente de poder crear desde la nada un orden nuevo, para no tener que ser deudor de nadie ni de nada, ni siquiera del propio gozo del pasado personal, es uno de los objetivos que preconiza el nihilismo que niega el valor intrínseco de la persona para encontrar soluciones que la salven. Su vis atractiva es muy poderosa y puede enganchar a esos alumnos desorientados y perdidos que confunden las marejadas pasajeras, propias de su etapa evolutiva, con posibles e inevitables naufragios. Lo que ellos no deben olvidar es que en su interior siguen disponiendo de una historia atractiva e interesante de su relación con el mundo, un bagaje rico en experiencias previas capaces de proporcionarles seguridad y entusiasmo para su actual trayectoria, y que en caso de necesitarlo tienen a su alcance faros educativos que les pueden guiar hacia tierra firme.