23 enero, 2013

         Todas las miradas se pusieron en la masacre de 20 niños y 7 adultos en la escuela Sandy Hook de Newtown, en el estado norteamericano de Connecticut, donde un antiguo alumno de 20 años desató a tiros sus frustraciones personales sobre chavales de primaria y personal docente que trataba de evitarlo. No es la primera vez que ha ocurrido en los Estados Unidos (Columbine es el caso más famoso), pero también ha sucedido en Europa (Dunblane con 16 menores muertos en 1996, Winnenden con nueve estudiantes asesinados en 2009, ocho asesinados en la escuela finlandesa de Jokela en 2007, etc.). Y como dice el catedrático de Psiquiatría Luis G. de Rivera, tenemos “nuestra propia necesidad de encontrar algún sentido al absurdo. Cualquiera que sea la explicación, será mejor que no poder entender lo que pasó”.

            Está claro que esos jóvenes que asesinan en las escuelas no controlan sus impulsos agresivos violentos, están interiormente desestructurados, tienen resentimientos y despechos profundos de diversa índole, y la fuerza de esos impulsos salta por encima de cualquier valla moral que pudiera contenerlos. Tal vez a eso se le sume una profunda confusión entre el mundo virtual de la violencia gratuita y desaforada que ven en series de televisión (Dexter, Nikita, Breaking Bad, Los Soprano, The Wire, etc.) o películas, y el mundo real, de tal manera que su catarsis no se queda limitada a los muros de la contemplación del espectáculo, como les sucedía a los griegos al ver en el teatro las tragedias de Esquilo o Sófocles, sino que sólo se ve colmada en la acción directa y destructiva de otras vidas. El triunfo del nihilismo, la banalización del mal desde edades tempranas.

            Andar por la vida con un cierto equilibrio no se consigue de un modo sencillo, porque hay que aprenderlo con esfuerzo, luchando contra uno mismo. Entre otras cosas incluye saber tranquilizarse y mantener el sosiego cuando nos suceden cosas que nos inquietan, nos disgustan o directamente nos frustran. En el caso de los adolescentes, ávidos de sensaciones y poco proclives a sujetar sus impulsos, vemos con frecuencia cómo les cuesta horrores dominar su inquietud, mantener la atención o concentrarse cuando algo no les apetece: nos desgañitamos pidiendo que guarden silencio, hay que corregirles para que respeten un cierto orden, a veces resuelven sus discrepancias y diferencias mediante violencia verbal o física y, si los adultos no están muy pendientes de ello, pueden acabar generando códigos y comportamientos “alternativos” de supervivencia y dominación (presiones, maltrato, abusos, humillaciones, bandas, etc.) que predominan claramente sobre las reglas, sermones y admoniciones de los mayores que nos empeñamos en educarlos.  

            Si dejamos que el asunto del aprendizaje del autocontrol quede al margen de los propósitos del docente, no nos debe extrañar que el alumno no sepa concentrarse en lo académico, porque el sosiego o su ausencia afecta no sólo a su conducta social sino a todo lo que sucede dentro del aula, empezando, claro está, por lo meramente académico. Por supuesto que los alumnos deberían llegar a nuestras manos con esas “lecciones ya aprendidas desde casa”, como me decía un compañero profesor sobrepasado por el desorden de sus alumnos, pero el hecho es que nos topamos con una realidad tozuda que nos dice que no nos queda más remedio que completar (y a veces “remendar”) esa faceta de su formación personal integral.

 Aprender a mantenerse calmados, menudo objetivo educativo para adolescentes, parece cosa casi imposible. Pero cómo se hace eso… El alumno adolescente observa la actuación del profesorado en sus más mínimos detalles, y se da cuenta desde el primer momento del modo y grado de empeño que tiene en estructurarles, es decir, que analiza cómo les va a tratar y enseñar, su compromiso con el orden, su forma de resolver sus incorrecciones, las pistas que reciben para orientar su forma de pensar y de afrontar lo que les resulte complicado a la hora de autocontrolarse, etc. Los más introvertidos necesitarán refuerzos para abrirse y atenuar su posible sensación de desamparo, y los más desorganizados precisan a su vez frenos y pautas para contenerse y actuar de manera más reflexiva. Es decir, estructurarles es enseñarles a pensar sobre sus pensamientos y emociones, abordar los aspectos más controvertidos y críticos de sus conductas, darles elementos de referencia y de contraste para que los incluyan en su imaginario de orientaciones para la vida, y si esto no lo reciben de nosotros lo tomarán de cualquier parte y lo harán de cualquier manera y a la buena de Dios (mejor dicho, del diablo).

Esa labor se puede hacer en el día a día, ya sea como respuesta ante cualquier circunstancia que nos dé pie a ello (vicisitudes del aula, noticias como la de la masacre de Newtown, etc.), pero también mediante acciones y programas específicos. Os recomiendo lo que ofrecen unos psicólogos  bajo la denominación de “Psicología creativa para la educación del siglo XXI” (grupostrabajo@cop.es), que se ocupan entre otras cosas de la intervención preventiva, las necesidades de los alumnos, familias y profesionales o el fracaso escolar. También un texto clásico que es posible que algunos conozcáis, “Como educar en valores” (VV.AA., edit. Narcea), con actividades muy acertadas a este respecto y, por supuesto, el libro de Isabel Fernández “Prevención de la violencia y resolución de conflictos” (edit. Narcea) que aborda cómo enseñar a los alumnos estrategias de autocontrol (relajación, auto-instrucciones, control de la agresión, de la ira y del estrés, etc.). Con toda seguridad, el asesino de Sandy Hook nunca fue debidamente adiestrado en saber mantener la calma para frenar sus demonios interiores.