1 diciembre, 2013

“Recuerda lo que significaba ser niño, cuando todos los momentos eran nuevos, recientes y descontrolados. Esto te servirá para volver a conectar con la seguridad innata que tenemos a esa edad para experimentar el cambio, conocerlo, aceptarlo y seguir adelante.”

Richard Gerver.

 

Pensemos un instante en cómo hemos organizado la educación, en los mecanismos que tienen los centros para valorar los avances de los estudiantes, cuantificar los resultados y establecer propuestas de mejora.En muchas ocasiones, se ha hablado de la importancia del proceso de evaluación, y de cómo si seguimos unas pautas objetivas pueden establecerse nuevas estrategias que nos permitan obtener mejores resultados. Sin embargo, en pocos momentos reflexionamos sobre la naturaleza de la evaluación. Los estudiantes tienen muy claro que su nota va a venir establecida por un número de respuestas correctas, por la cantidad de veces que participen en clase dando la solución adecuada, o por el desarrollo de trabajos donde, en la mayor parte de las ocasiones, se valora la corrección, el orden y el seguimiento de unas instrucciones exactas.

La evaluación tradicional, centrada especialmente en los resultados, no puede observar otras cuestiones como el desarrollo emocional, la capacidad del alumno para relacionarse con otros, para expresar sus propias ideas o para concretar soluciones innovadoras.
Las pautas establecidas de evaluación pueden fomentar entre nuestros estudiantes el miedo al error, lo que contribuye a crear una cierta inseguridad, que puede ser muy negativa con respecto a participaciones posteriores. De la misma forma que es necesario cuantificar su avance, tampoco podemos permitirnos que el alumnado no sienta la posibilidad de contribuir al proceso educativo con sus ideas. Si evitamos esa posibilidad de expresión, los estudiantes dudarán ante el atrevimiento de dar una solución imaginativa, e intentarán seguir escrupulosamente el camino marcado para obtener buenos resultados. Esto conduce a una falta de desarrollo de su propia autonomía, y también disminuye su autoconfianza.
Los niños y los adolescentes son los seres más imaginativos del mundo. En todo momento, en sus propios juegos, son capaces de desarrollar nuevas formas de afrontar la realidad, nuevas maneras de relacionarse, y perciben las ventajas de los nuevos medios con una rapidez realmente asombrosa. Sin embargo, en nuestras escuelas, como ya apuntaba Richard Gerver, nos hemos acostumbrado a infravalorar todo ese potencial para impulsar otra serie de actitudes. Estas cuestiones son evaluadas, y tanto en las pruebas internas de nuestros institutos, como en las pruebas externas, son rigurosamente cuantificadas. Con esos resultados se establece el progreso académico de los alumnos y se evalúa la calidad educativa del instituto.
Y sin embargo, en la sociedad actual, estas cuestiones son bastante poco útiles. Otras, por el contrario, como la búsqueda de soluciones alternativas, la revisión crítica de lo establecido, o el hallazgo de nuevas posibilidades, son cualidades buscadas con ahínco por las empresas. En el mundo en que vivimos, lo predecible se ha convertido en algo muy poco rentable. Las mismas soluciones que manejábamos hace unos años están ya totalmente obsoletas, y la metodología laboral, como todos sabemos, dista mucho de la metodología educativa. Si pensamos en Google, en Apple y en todas las nuevas empresas surgidas en los últimos años en el ámbito de la web 2.0 ¿nos imaginamos a empleados cumpliendo tareas mecánicas? En estas empresas los trabajadores no son oficinistas, no son personas que pasan actas y toman café contándose el fin de semana. Estas empresas han funcionado bien porque han conseguido motivar a sus trabajadores con una idea, apasionarles por lo que hacen. Por esa razón, y por dejarles tiempo para pensar, para imaginar y para hallar nuevas soluciones a los viejos problemas, se han convertido en las empresas más influyentes del planeta. Cuando enseñamos, no podemos utilizar estrategias que no están funcionando en el mundo real. La escuela debe preparar a los estudiantes para un mundo cambiante, para un lugar donde lo más importante es desarrollarse de forma personal y vivir una vida en que su propia capacidad de expresión, de reflexión y de creatividad, aporten un esfuerzo personal a la mejora de la sociedad en su conjunto.
Esta estrategia de lograr que los niños estén preparados para el cambio, para dar respuesta a preguntas que todavía no están planteadas, hace que ellos mismos se conviertan en personas mucho más fuertes y preparadas. No podemos darles a nuestros estudiantes un manual para la vida. Por mucho que nos extrañe, nuestros consejos no van a servirles, ellos necesitan sus propias respuestas y esas respuestas pertenecerán a una época que nosotros aún no percibimos en su totalidad. Nuestro mayor regalo a los alumnos y alumnas con los que trabajamos será una actitud. Este deseo de que siempre mantengan esa curiosidad, ese hambre de participar, de imaginar nuevas posibilidades. Esa forma de ver la vida con la convicción de que pueden cambiarla.

Óscar Martín Centeno.

Acción Magistral.