2 marzo, 2015

El horror vacui, el miedo al vacío, era asunto común en la decoración islámica y en el lujoso y ostentoso arte bizantino. Rellenar el más mínimo resquicio de una tela o de una pared era una exigencia para disipar ese miedo al espacio en blanco y respondía a una urgencia que les impelía a querer tapar todo para no sentir que faltaba algo o que pudiera haber una carencia que impidiese cubrir el más mínimo intersticio. Los aristotélicos ya decían también mucho antes que hasta la misma Naturaleza aborrece el vacío. Si damos un salto de muchos siglos, y de no menos escenarios, cabría decir que el adolescente también siente en su interior ese miedo al vacío, un desasosiego extraño que le embarga si no tiene algo en que estar física o mentalmente ocupado o si algo escapa a su comprensión. Es una necesidad de tener satisfecho cada instante, de no aburrirse y de que a su alrededor la realidad le proporcione activación. Pero también es el anhelo de hacerse con las claves de comprensión e interpretación del mundo y de sí mismo y de disponer de instrumentos con los que empezar a valerse de manera segura por su cuenta para no sentirse inerme, desprovisto de recursos. Rellenar todos esos espacios es un imperativo ineludible para ellos.

Los alumnos adolescentes disponen de muchas maneras de colmar esa hambre. El prurito de sentirse muy vivos y activos, así como la necesidad de comprender y reconocerse, presentan muchas oportunidades de realización y, por ejemplo, sí que saben cómo responder a la urgencia de diversión y entretenimiento y se esfuerzan con meridiano acierto en satisfacer el deseo de acoplamiento y reconocimiento dentro del grupo de iguales, pero el anhelo de saber interpretar adecuadamente las cosas que los rodean y la aspiración de hallar sentido, es decir, el comprender el porqué y el para qué de la vida y de uno mismo, les resultan ya mucho más difíciles de resolver. Por eso con frecuencia no tienen nada claro cómo manejarse entre esas aspiraciones contemporáneas y puede suceder que busquen aclaraciones acerca del sentido de las cosas en el piso del entretenimiento, las respuestas totales del conocimiento en la habitación del grupo y el esclarecimiento acerca de sí mismos en el sótano de la diversión más desmelenada.

Todo esto lo viven como un verdadero lío, un barullo bastante enmarañado del que, si se descuidan, tratarán sin más de escapar tirando de frente por lo más fácil… pero no lo más acertado. Para evitar en lo posible esas zozobras tan naturales, dada su inexperiencia vital, necesitan imperiosamente indicaciones paradigmáticas acerca de cómo organizar ese cotarro tan variado en el que conviven unas incógnitas, urgencias y demandas que les están abordando atropelladamente. Ayudarles a rellenar el vacío que tienen de ideas claras ante lo confuso, de criterios sanos para hacer frente a las opciones limitadoras de su maduración y de respuestas intemporalmente válidas respecto a cómo administrar las complejidades a las que se van enfrentando paulatinamente es adelantarse a las encrucijadas frecuentes de su existencia. En una palabra, eso que también se conoce como hacer prevención.

La trampa saducea de pensar que como ya están desarrollando la potencialidad del pensamiento abstracto hay que dejarlos que tiren por su cuenta es olvidar que para que puedan decidir, optar y finalmente ser libres es imprescindible que les demos los mejores instrumentos de análisis y discriminación, porque sin ellos no sabrán cómo se toman las decisiones más convenientes ni tendrán claro qué hace que unas opciones en las que recaen aspectos vitalmente importantes sean o no preferibles respecto a las demás.

Curiosamente lo que nos puede suceder a los educadores es que, ya sea por cansancio o por caer en la rutina más perezosa, limitemos nuestro ámbito de acción al currículum cerrado quedándonos en el estrecho margen (por amplio y ambicioso que sea) de lo que posteriormente será el horizonte de las posibles preguntas de las evaluaciones. ¿Qué consecuencias tiene eso para lo que aquí estamos tratando? Pues que los alumnos que tenemos delante vayan llegando a la triste conclusión de que sólo sabemos atender y responder a lo que viene en un texto determinado o en unos apuntes y que obviamos el posible resto de cuestiones y preguntas más o menos conexas con nuestra materias, o con ocasión de ellas, que sí les servirían para ir aclarando en la medida de lo posible esas dudas paralelas de conocimiento y sentido que les asaltan en esta etapa crucial.

Tal vez sea algo tan sencillo por nuestra parte como hacer encajar los aspectos de la instrucción que manejamos, y en los que somos académicamente expertos, con la aproximación a algunas de las facetas de la vida que les preocupan. Todas las materias académicas presentan oportunidades de encaje de uno u otro tipo con las situaciones de la vida, y merece la pena saber aprovecharlas para captar el interés de unos alumnos que están deseando que el tiempo escolar se compagine en lo posible con el flujo vital en el que ellos se desenvuelven. De ahí que si nosotros no aprovechamos nuestra tribuna para desde ella insistir en que se centren en sedimentar estos conceptos vitales básicos que están en consonancia con sus demandas, no podremos quejarnos luego de que sean superficiales, patosos, frívolos, inmaduros e inconsistentes.

Conviene recordar siempre que los adolescentes precisan que alguien con autoridad y criterio les sepa decir cómo pueden rellenar, sin aditivos erróneos, algunas de las casillas que tienen que ver con sus aspiraciones personales más primordiales, porque no siempre son capaces de completar por su cuenta el miedo al vacío que sienten cuando no saben por dónde tirar ni cómo dar respuesta a algunas situaciones que les salen al encuentro. Si en su proceso educativo están faltos de referencias claras para encarar esos aspectos de su futuro, lo más probable es que rellenen esos huecos con soluciones improvisadas o que permanezcan en una especie de marasmo o estancamiento no resolutivo.