16 marzo, 2015

b2ap3_thumbnail_caida.jpgEs muy común adjudicar a la adolescencia el inicio del período de la vida en el que uno comienza a meter la pata a lo grande. Mientras eres niño te equivocas, tienes descuidos o corres peligros sin fin, pero lo has hecho arrastrado por una natural inconsciencia de lo que son las cosas, y eso disculpará en gran medida tus errores. Siendo niño como mucho cometes faltas, pero difícilmente llegarás a cometer delitos. Sin embargo ante los adolescentes los adultos empezamos a cambiar la “legislación” y esas meteduras de pata no obtienen tanta condescendencia por nuestra parte, dejamos ya de aplicarles los atenuantes de la inconsciencia y de la falta de experiencia y nuestra reacción de ceño fruncido, de regañina o de consecuencia negativa (i.e., castigo aflictivo), le advierten al jovencito o a la jovencita que se le acabó la larga tregua de más o menos impunidad que había estado disfrutando hasta ese momento. A partir de ahora tendrá que andarse con mucho ojo porque deberá responder ante nosotros de todo en lo que se equivoque o haga mal, sea lo que sea, ya que le hemos ascendido y encuadrado en la categoría de “sujeto plenamente responsable”… e imputable.

Ahora bien, la constatación por parte del adolescente de este cambio de estatus, con sus ineludibles exigencias de comportamiento, no está exenta de zozobras y de inseguridades porque este piloto novato que acaba de arrumbar en un rincón de su reciente pasado el coche de plástico, para estrenar uno con motor de gasolina, todavía se hace un lío con los pedales, no lee con suficiente antelación las señales de tráfico de la carretera de la vida y, sobre todo, tiende a perder el control por no saber muy bien cómo hay que manejar el volante cuando rueda por los suelos deslizantes que de vez en cuando le salen al paso.

Pisar terreno firme todo el tiempo es algo prácticamente imposible para todos, no sólo para nuestros alumnos. La búsqueda de la seguridad absoluta es un deseo irrealizable por más que nos esforcemos en que todo esté bajo nuestro control. A lo más que llegamos es a aprender a guardar el equilibrio un poco mejor después de habernos dado varios trastazos en las pistas de hielo que nos toca recorrer, aunque eso no nos quita la perenne aspiración de rodearnos de todo aquello que nos aporte seguridad y certezas. Transitar por los acontecimientos de la vida implica avanzar por senderos llenos también de maleza, zarzas y baches en los que tropezamos y caemos. Sólo después de haber sido guiados o apoyados por otras manos expertas y de habernos curtido con el aprendizaje de nuestros errores, vamos consiguiendo mantener ese equilibrio inestable al que llamamos, para darnos ánimo, madurez.

Ahora bien, lo habitual es que los adolescentes carezcan de esa percepción de eficacia y que, como conductores primerizos que todavía son, se muevan sobre los terrenos resbaladizos de los riesgos sin mucha pericia, hasta el punto de que si se descuidan puede que tarden mucho en levantarse tras haberse dado una galleta o una buena costalada. Hay muchas carreteras cubiertas de aceite o de jabón en las que han de circular con precaución, situaciones complicadas y emociones impetuosas con las que hay que tener mucho cuidado para no salirse de la calzada y darse un buen topetazo.

Algunas de las más habituales con las que se van a encontrar son las que invitan a no tenerinterés por vocación alguna, las que aparecen supeditadas a la presión del grupo de iguales empeñada en patinar sobre el hielo quebradizo de las conductas desajustadas, las autopistas rápidas del consumo de sustancias tóxicas para multiplicar en cualquier dirección las sensaciones, las vías estrechas y de sentido único que obligan a seguir anómalos patrones de alimentación y de salud, los apeaderos laterales para abandonar los estudios al primer problema escolar o el circuito de Fórmula 1 en el que se han vertido bidones de aceite para que la autoestima derrape y uno vaya dando tumbos y bandazos.

La existencia de esas superficies deslizantes no significa que debamos rebajar nuestras expectativas sobre los alumnos, imaginando que son incapaces de hacerlas frente. La adolescencia es el momento en que las personas desarrollan sus grandes capacidades de actuar y en el que se aprende a tomar decisiones que influirán poderosamente en el resto de la vida. José Antonio Marina propone en un reciente estudio del Centro Reina Sofía sobre Adolescencia y Juventud (El nuevo paradigma de la adolescencia, 2015), la adopción de diversas iniciativas educativas organizadas en “constelaciones” cuyo objetivo es el de complementar el desarrollo del cerebro del adolescente, un cerebro que se está rediseñando para consolidar y dar más eficiencia a los aprendizajes. La adolescencia tiene como función biológica y social el aprendizaje, es el período en el que se produce el desarrollo de los lóbulos frontales, que son los órganos de la planificación y la decisión, con un aumento de su eficiencia y rapidez y una mayor integración de múltiples funciones. Por eso los nuevos desafíos que se les presentan a los alumnos reclaman una educación para potenciar esas nuevas capacidades que les está proporcionando la profunda remodelación de su cerebro.

Por otro lado para que estas recientes competencias funcionen con mayor fuerza, se afiancen como genuinos talentos personales y permitan además alcanzar un eficaz control de los riesgos, nuestros alumnos necesitan comprobar que tenemos confianza de verdad en su capacidad de adaptarse al entorno, de resolver los problemas que plantea y de resistir las presiones que se le presentan. Como dice Marina (El talento de los adolescentes, 2014), el talento es la inteligencia en acción y no está antes, sino después de la educación que les aportemos.

Los adolescentes pueden acometer con éxito el abordaje de esos nuevos desafíos y el manejo de los suelos jabonosos si tienen nuestro apoyo decidido. En lo que respecta a las superficies deslizantes lo primero será advertirles de su existencia, para que cuando se las encuentren no se sientan sorprendidos, y en segundo lugar hay que decirles cómo sortearlas echando mano de las nuevas aptitudes que poseen, unas posibilidades que deberán poner en juego tanto para educar su carácter e incorporar nuevas destrezas como para gestionar y no perder el equilibrio en su comportamiento y en el manejo de sus emociones.